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976. AGUAS PANTANOSAS
El empresario honrado, en un momento determinado de su vida, puede poner en duda su honestidad y pensar que por el camino de la corrupción podrá enriquecerse más rápidamente. Sus sentimientos están divididos y en ellos encuentra una interna contradicción. En su seno, la sorda codicia, la insensibilidad y la estúpida inercia libran una lucha sin tregua con su honradez.
Se entabla una gran batalla entre dos mundos. Mira a su alrededor y ve que no pocos empresarios precisamente son millonarios bajo el imperio de la corrupción y así ha sido en todos los países y épocas y esto se hace visible en su entorno cercano y en todas partes. Puede, incluso, llegar a creer que tanto el empresario honesto como el corrupto empuñan las armas por la misma causa, que es hacerse ricos; y que los dos ejércitos siguen una misma bandera, pero no es así. En esta guerra quien venza tendrá una figura diferente y será de otra raza distinta. Yo estuve una vez al borde de este abismo.
Un empresario que había ganado mucho dinero en muy poco tiempo con negocios turbios me propuso un negocio ilegal, fácil y sustancioso, aunque me lo presentó como legal. Para hablar del tema me invitó a su mansión. En ella todo era esplendoroso y nuevo. Se respiraba un lujo que rayaba en el mal gusto con el que pretendía deslumbrarme desvelándome incluso el precio de cada uno de los muebles. Intuí que todo aquello olía a dinero robado. Hasta los criados parecían esforzarse por mantener la compostura frente al desprecio.
En mi trayectoria empresarial he conocido a varios empresarios de este tipo. Pertenecen a una especie cuyo estado natural es descarado y grosero. Son muy altivos, no se ruborizan ni se ofenden por nada y olvidan, rápidamente, las humillaciones si a cambio obtienen un lucro material. Se meten en todo y se mueven incesantemente hablando con todo el mundo. Curiosamente, algunas veces llegan a equipararse en prestigio con los más poderosos, incluso con los empresarios honrados. Para lograrlo reinan, por así decirlo, con los más necios entre los abogados, profesionales, charlatanes y desvergonzados de cada oficio.
Cuando salí de aquella casa me convencí de que, aunque me dieran la mitad de todo lo que roban, no quisiera vivir con ellos. Cualquier día me traicionaría; no podría contener siempre la expresión de desdén que me inspiran. A los dos días le comuniqué que no emprendería el negocio con él.
El mayor daño que se puede provocar a un corrupto es demostrarle que, aunque nos puede perjudicar si no le seguimos, no tenemos miedo de ser honrados ni de luchar contra él. Esta es una tarea que se merecen el resto de las personas honestas que lucharon contra la corrupción y ante cuya dignidad no se puede volver la espalda. Se entabló una batalla entre los dos y me hirió muchas veces con sus dardos de maldad pero, curiosamente, las heridas las curé fácilmente y me hicieron todavía más fuerte.
Esto, tal vez, fue el fruto que recogí por no adentrarme en el camino de los pillos.