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A un amigo mío llamado David, su hermano le dio un automóvil como regalo de Navidad. Cuando David salió de su oficina, vio que un niño estaba al lado del brillante auto nuevo, admirándolo.
—¿Este es su auto, señor? —preguntó.
David afirmó con la cabeza y dijo:
—Mi hermano me lo dio de Navidad.
El niño estaba asombrado.
—¿Quiere decir que su hermano se lo regaló y a usted no le costó nada? Vaya, cómo me gustaría...
Desde luego, David sabía lo que el niño iba a decir: que le gustaría tener un hermano así. Pero lo que dijo estremeció a David de pies a cabeza.
—Me gustaría poder ser un hermano así. David miró al niño con asombro e impulsivamente añadió:
—¿Te gustaría dar una vuelta en mi auto?
—¡Oh, sí, eso me encantaría!
Después de un corto paseo, el niño preguntó, con los ojos chispeantes: —Señor, ¿no le importaría que pasáramos frente a mi casa?
David sonrió. Creía saber lo que el muchacho quería: enseñar a sus vecinos que podía llegar a casa en un gran automóvil. Pero, de nuevo, estaba equivocado.
—¿Se puede detener donde están esos dos escalones?—pidió el niño.
Subió corriendo y en poco rato David lo vio regresar, pero no venía rápido. Llevaba consigo a su hermanito lisiado. Lo sentó en el primer escalón y señaló hacia el auto.
—¿Lo ves? Allí está, Juan, tal como te lo dije, allí al frente. Su hermano se lo regaló de Navidad y a él no le costó ni un centavo, y algún día yo te voy a regalar uno igualito; entonces, podrás ver por ti mismo todas las cosas bonitas de los escaparates de Navidad, de las que te he hablado.
David se bajó del carro y sentó al niño enfermo en el asiento delantero. El otro niño, con los ojos radiantes, se subió en la parte de atrás, y emprendieron un paseo navideño memorable.
Esa Nochebuena, David comprendió lo que siempre le había oído decir a sus maestros y a sus padres: Hay más dicha en dar que en recibir.