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Así fue. El sabio fue a buscar al rey y juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. El sabio guardó en la bolsa un papel que decía: “Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no le cuentes a nadie cómo lo encontraste”.
Cuando el paje salió por la mañana, el sabio y el rey lo estaban espiando. El sirviente leyó la nota, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció. La apretó contra el pecho, miró hacia todos lados y cerró la puerta.
El rey y el sabio se acercaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa, dejando sólo una vela, y había vaciado el contenido de la bolsa. Sus ojos no podían creer lo que veían: ¡una montaña de monedas de oro! El paje las tocaba, las amontonaba y las alumbraba con la vela. Las juntaba y desparramaba, jugaba con ellas... Así, empezó a hacer pilas de diez monedas. Una pila de diez, dos pilas de diez, tres, cuatro, cinco pilas de diez... hasta que formó la última pila: ¡nueve monedas! Su mirada recorrió la mesa primero, luego el piso y finalmente la bolsa.
“No puede ser”, pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja. “Me robaron —gritó—, me robaron, ¡malditos!” Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas. Corrió los muebles, pero no encontró nada. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve monedas de oro. “Es mucho dinero — pensó—, pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo. Cien es un número completo, pero noventa y nueve no”.
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, tenía el ceño fruncido y los rasgos tensos, los ojos se veían pequeños y la boca mostraba un horrible rictus. El sirviente guardó las monedas y, mirando para todos lados con el fin de cerciorarse de que nadie lo viera, escondió la bolsa entre la leña. Tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien? Hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla; después, quizás no necesitaría trabajar más. Con cien monedas de oro un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas de oro un hombre es rico. Con cien monedas de oro se puede vivir tranquilo. Si trabajaba y ahorraba, en once o doce años juntaría lo necesario. Hizo cuentas: sumando su salario y el de su esposa, reuniría el dinero en siete años. ¡Era demasiado tiempo! Pero, ¿para qué tanta ropa de invierno?, ¿para qué más de un par de zapatos? En cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.